En un mediodía radiante del Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de un cruzado. «Si lo dices por los cambios de papeletas, no irán», dijo. «No sabía que estaba aquí». Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara a uno de los discípulos, y dio la clase por terminada. Se necesitaron once hombres para meterlo. Capítulo 5 Aurellano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante el altar que el padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Se había instalado con su esposo en una alcoba cercana al taller, que decoró con las muñecas y juguetes de su infancia reciente, y su alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarrón de buena salud por el corredor de las begonias.
Por acuerdo de Úrsula, su matrimonio debía celebrarse en la misma fecha, pero Pietro Crespi recibió el viernes una carta con el anuncio de la muerte inminente de su madre. Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo de que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Amargado por el fracaso, ansioso de un lugar seguro donde esperar la vejez, el falso homeópata se refugió en Macondo. Iba por las tardes a tomar el café con José Arcadio y Rebeca, que empezaban a ordenar su casa, y desde las siete jugaba dominó con el suegro. Se hundió el hígado con la punta de los dedos, y agregó: «Es aquí donde tengo el dolor que no me deja dormir». Así que a las ocho de la mañana estaba medio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cantó los evangelios con voz lacerada por la súplica. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despertar en la familia de ambos, que cuando Remedios anunció que iba a tener un hijo, hasta Rebeca y Amaranta hicieron una tregua para tejer en lana azul, por si nacía varón, y en lana rosada, por si nacía mujer.
Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra en el sombrero, y hacía una visita silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del vestido negro con mangas hasta los puños. Esperó a que pasara el caliente rubor de sus orejas e imprimió a su voz un sereno énfasis de madurez. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio. Úrsula no perdonó nunca lo que consideró como una inconcebible falta de respeto, y cuando regresaron de la iglesia prohibió a los recién casados que volvieran a pisar la casa. Las decisiones las tomaba un capitán del ejército que todas las mañanas recaudaba una manlieva extraordinaria para la defensa del orden público.
Carecía del carácter impulsivo de su novia, y consideraba el respeto a la palabra empeñada como un capital que no se podía dilapidar. «Vuelve a casarte, Aurelito», le decía el suegro. Amaranta, en cambio, no logró superar jamás su rencor contra Rebeca, aunque la vida le ofreció una satisfacción con que no había soñado: por iniciativa de Úrsula, que no sabía cómo reparar la vergüenza, Pietro Crespi siguió almorzando los martes en la casa, sobrepuesto al fracaso con una serena dignidad. Trataron de cercarlo temiendo que denunciara la conspiración. Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre más hermoso y mejor educado que se había visto en Macondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la almilla brocada y el grueso saco de paño oscuro. Un error de cálculo echó a perder la que consideró más eficaz: quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo en la cómoda del dormitorio. «Buenas», les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor y pasó de largo hacia el fondo de la casa.
No hizo ningún comentario, pero cierta noche en que Gerineldo Márquez y Magnífico Visbal hablaban con otros amigos del incidente de los cuchillos, le preguntaron si era liberal o conservador. Uno podría decir que Cien años de soledad es una novela que se elabora a partir de los forasteros que van llegando a Macondo, desde el mismo momento en que a ese espacio virgen y selvático arriban José Arcadio Buendía con otras familias que se constituyen en los fundadores. Amaranta no tembló al contacto de sus manos de hielo. Ambos visitaban todas las noches a los Moscote. Pero terminó por aceptarlo como un hecho sin calificación, porque nadie compartió sus dudas. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la creciente generosidad de los fieles permitía hacer cálculos más optimistas. Entonces Rebeca recurrió a métodos más audaces.
Durante varios días llevó Aureliano un frasquito en el bolsillo de la camisa. En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. En el calor de la tiesta exhibió sobre el mostrador su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una maraña azul y roja de letreros en varios idiomas. Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Aureliano comprendió las desventajas de la oposición.
Había suplicado a Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se sintió culpable por la muerte de Remedios. That could be her reason for not accepting Crespi. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la terminación del templo. El fervor federalista, que los exiliados definían como un polvorín a punto de estallar, se había disuelto en una vaga ilusión electoral. El padre Nicanor le llevó entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción del paño de la Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento científico. When Rebeca discards him for the returned José Arcadio I , he begins to court Amaranta, but she declines his affections, and he kills himself. Atormentada por Úrsula, Amaranta lloró de indignación y juró su inocencia frente al altar que los carpinteros no habían acabado de desarmar.
You could imagine him as a Jane Austen character — basically a kind of from Pride and Prejudice. Habría sido tan irreverente la sola idea de pensar en una nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirtió en una relación eterna, un amor de cansancio que nadie volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros días descomponían las lámparas para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte. Un viento misterioso apagaba las lámparas de la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Arcadio, que nunca conoció el secreto de su filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de conquistar sus afectos. Sus instintos de agitador permanecieron en reposo mientras don Apolinar Moscote fue una autoridad decorativa. En una casa amordazada por el luto, las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los dos hombres.
Así que alquilaron una casita frente al cementerio y se instalaron en ella sin más muebles que la hamaca de José Arcadio. . Entonces él propuso rifarse entre todas a diez pesos el número. Conservó la cinta negra en el sombrero como una muestra de aprecio por la familia, y se complacía en demostrar su afecto a Úrsula llevándole regalos exóticos: sardinas portuguesas, mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasión, un primoroso mantón de Manila. Aureliano se complacía de la eficacia de su suegro. So in this novel, Pietro sticks out like a sore thumb, a throwback to the kind of civilization that seems to have bypassed the histrionics of this crazy town.